Don Juan
Cuando
les preguntan a algunos escritores cómo se definirían hay quién contesta que son jardineros.
Una vez que tienen la semilla, la siembran sobre el folio en blanco y la riegan
con trabajo para que ver qué sale. Otros prefieren definirse como arquitectos.
Planifican todo el edificio narrativo, hasta el más mínimo detalle, antes de
ponerse a escribir. Los hay que se definen como exploradores. Siguen un mapa
para escribir o, por el contrario, prefieren fiarse de la brújula y tirar
siempre hacia el norte. Si me preguntaran a mí, yo contestaría sin dudarlo que
yo soy un donjuán.
Algunos
escritores son muy fieles. En cuanto tienen una idea, se enamoran de ella y, a
menudo, hasta se casan con ella, dedicándoles los dos o tres años de su vida
que tardan en escribir una novela. Yo soy incapaz. La simple idea de dedicar
tres años de mi vida a escribir todos los días en relación al mismo tema, make me sick. Quizá, como dijo Gregorio Marañón de Don Juan, no sea más que un inmaduro
patológico. Espero que, por el bien de mi pareja, lo sea solo literariamente
hablando. Puede que tenga razón. Al fin y al cabo, llevo nada más que unos
nueve años escribiendo con vocación de profesional. Quizá, dentro de algún tiempo, puede que
encuentre el amor de mi vida y dedique varios años a escribir una novela. Tendré
entonces que desdecirme de todas estas palabras. Pero, de momento, soy un
promiscúo donjuán.
Me
gusta escribir relatos de todo tipo: realistas, fantásticos, eróticos,
humorísticos o de terror. Para que conformarme siguiendo únicamente la estela
de Chejov o la de Poe, cuando me siento igual de cómodo
en las dos.
El
mayor problema con el que me encuentro es que necesito buscar nuevas conquistas
de forma continua. Para aprender a escribir es esencial escribir mucho. Pero
para escribir mucho, se necesitan ideas.
Como ya he dicho y siguiendo las enseñanzas de Bradbury, tengo la esperanza de encontrar entre mis relatos, al
menos, uno que sea bueno, de cada cincuenta y dos que escriba. Lo ideal sería
uno por semana. Lo reconozco: yo soy incapaz de hacerlo. Me gustaría, pero mi
vida no me lo permite. Tengo que leer, trabajar, dedicar tiempo a mi pareja, a
mis amigos, salir, viajar, en definitiva, tengo también que vivir. Sin embargo,
ahí está como reto:
Escribir
cincuenta y dos relatos al año.
Cuánto más me acerque a ese ideal, más
satisfecho me sentiré. Este año, me propuse escribir, al menos, la mitad. Y lo
he conseguido. He escrito veintiséis relatos pero en tan solo diez meses. No
hablo de calidad (todavía tengo que escribir los otros veintiséis para
encontrar, entre todos, uno que sea bueno), sino de cantidad. Gabriella
Campbell tiene un artículo muy bueno basado en algo que leyó en el blog deJames Clear, en el que nos habla del poder de la cantidad. Por supuesto, ella
lo cuenta mucho mejor que yo, por lo que recomiendo acudir a la fuente, pero la
idea es la siguiente: un profesor de cerámica dividió la clase en dos grupos.
Uno de ellos debía dedicar todo el curso en crear una pieza maestra, mientras
que el otro grupo debía intentar producir el mayor número de piezas posibles.
Cuando terminó el curso, las mejores piezas no pertenecían al grupo que se
había dedicado a crear una única pieza maestra, sino que pertenecían al otro
grupo, al que se había dedicado a producir una pieza tras otra. Es así como se
aprende, escribiendo un cuento tras otro, sin parar. Al menos, mientras puedas.
He de confesaros una cosa. Como
todos, yo también he tenido bloqueos narrativos. Momentos en los que intentaba
escribir y me daba cuenta de que no se me ocurría nada. Sin embargo, desde el
dos mil catorce no me ocurría. Desde luego, había tenido momentos en los que me
apetecía escribir más o menos, pero nunca momentos como los de este último mes
en el que no se me ocurría ninguna idea que me pareciera tan digna como para
dedicarle un relato. Lo he pasado tan mal que casi he sentido hasta angustia.
He recordado las palabras de Paul Auster
o de Kenzaburo Oe en las que
aseguraban que ya no se les ocurría nada nuevo y que vivían de las ideas que
tenían apuntadas en libretas antiguas. ¿Me habrá pasado también a mí?, me
preguntaba. ¿Tan joven? Si acabo de empezar.
Por suerte lo he superado gracias a
mi agenda. Continuado con el símil del donjuán, he vuelto a mujeres con las que
ya me había acostado antes y en las que aún había algún detalle que debía
corregir. Como buen donjuán y admirador de Bolaño (Nunca abordes los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte), yo escribo los cuentos de tres en tres, de cinco en cinco, o
todos los que pueda a la vez. Claro, así, salvo los que mando a concursos, muchos
de los relatos que escribo necesitan más de una revisión para depurarlos. El
sexo con ellos es mucho más satisfactorio. Cuando pasa un tiempo desde que lo
has escribo, los ves con otros ojos. No te dejas ya llevar tanto por la pasión,
como por la técnica aprendida gracias a otros relatos. Sabes lo que les va.
Sabes lo que les hará disfrutar. Sabes cómo encontrar el punto exacto para
llevarles hasta el orgasmo literario. Ummmmm. Me encanta. Hasta que, por
supuesto, me canso de ellos y me pongo a toquetear otro.
Sin embargo, este mes de agosto pasaba.
Había escrito solo veinticinco relatos, me falta solo uno para llegar a los que
me había propuesto, se me estaba agotando la agenda y no encontraba ninguna
idea nueva. Me las imaginaba a todas retozando con otros de forma lasciva en la
arena de la playa. Empezaba a angustiarme tanto que ya me veía volviendo al
redil, casándome con una novela corta que, para descansar de los relatos, tengo
entre manos, cuando por fin me crucé con la idea y conseguí escribir, por fin,
ayer un relato nuevo del tirón. Sin planificarlo ni nada. Todavía no está
depurado del todo. Todavía nos quedan a los dos unos cuantos momentos de placer
juntos, pero ha conseguido que vuelva a enaltecer mi ego de donjuán.
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